martes, 20 de noviembre de 2012

Los años oscuros

Y digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado a mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, espléndida entre todas las de Italia, sobrevino la mortífera peste. La cual, por obra de cuerpos celestes o por nuestros inicuos actos, la justa ira de Dios envió sobre los mortales, y fue originada unos años atrás en las partes de Oriente, donde arrebató una innumerable cantidad de vidas, y desde allí, sin detenerse, prosiguió devastadora hacia el Occidente, extendiéndose pavorosamente.

Con estas palabras inició mi amigo Giovanni, llamado Juan el Fiorentino, a quien en un camino hallamos medio muerto y a punto estuvo su cabeza de ser atravesada por una de nuestras lanzas, pues creíamosle un poseído, o un resurrecto, como también eran conocidos los apestados en los que el Maligno se instalaba tras la muerte de su cuerpo enfermo y contaminado, la narración de los hechos de que desgracia tuvimos de ser testigos en aquellos años oscuros. Comprobando que era vivo y no contagiado, llevámosle a nuestra villa y dímosle de beber y de comer, y en unos días estuvo restablecido.
Yo aquel año era un simple cantero que acarreaba piedra desde el Monte de los Judíos a la que sería parroquia de Santa María del Mar, cuya construcción nunca llegaría a término, y que pretendía rivalizar con la catedral, entonces también en construcción, aquella con dineros de señores y hacendados, la nuestra con el fruto del sudor de pescadores y mercaderes.
La primera vez que vimos a uno, creímosle rabioso, víctima de la mordedura de un perro. Acerquémonos a él y empezamos a tirarle piedras, por verlo más rabioso y enfurecido, pero pronto al ver su ira desmesurada y sus ojos vacíos de alma, nos asustamos y salimos corriendo. Nunca más volvimos a verle, pero a los pocos días aparecieron otros dos. Esta vez el Pere tuvo una idea. El Pere era otro picapedrero, como yo, hijo de picapedrero y nieto de picapedrero. Éramos compinches y gustábanos de ir de tabernas y mozas juntos. Digo que al Pere se le ocurrió cazarlos al lazo y ponerlos a reñir en la plaza para sacar unos cuartos con el espectáculo. Con gran trabajo los atamos con una cuerda y los arrastramos calle arriba hasta la plaza, coreados por una multitud que allí se iba congregando. Una vez los enfrentamos, gran decepción cundió entre el público, pues los rabiosos no se atacaron. Ahora sabemos que no se atacan entre ellos, sino que se ensañan con los vivos, mas el Pere, quizá por intuición o más bien por ensayar una salida airosa, la muchedumbre empezaba a exigir la devolución de sus dineros, tuvo otra idea. Cogimos al Josep, el ciego borracho que siempre andaba gastando su tiempo entre la esquina de la plaza, donde mendigaba, y la taberna, donde lo gastaba, y ni cortos ni perezosos lo arrojamos a los rabiosos, que con gran saña lo destriparon y devoraron ante la atónita mirada de todos, que aterrados, habían dejado de festejar y corear y pronto saliieron en tropel calle abajo. Nosotros también nos fuimos, dejando allí amarrados a los pobres infelices, y esa noche empleamos el dinero en doncellas para curarnos el susto.
Durante unos días más la cosa no pasó de ser una anécdota, pero pronto empezaron a llegar habladurías, rumores que decían que los apestados resucitaban de entre los muertos pocas horas después del óbito y que con gran saña se abalanzaban sobre sus deudos, y sobre cualquiera que se cruzase en su camino. Nosotros éramos mozalbetes y nos reíamos de aquellos chismes de viejas asustadas, pero pronto comprendimos que habíamos estado tratando con apestados, y gran temor nos invadió, mas no porque creyéramos que eran resurrectos, sino porque nos creímos contaminados por la enfermedad, cosa que, gracias a Dios Nuestro Señor, no pasó.
No había transcurrido un mes cuando más de la mitad de la ciudad había caído enferma, y tanto la autoridad de la ley divina como de la humana, habían desaparecido. Los muertos levantábanse de sus lechos de muerte, que en muchos casos eran sus catres, en otros muchos, las calles, y organizados en hordas atacaban a los vivos. Muchos vinieron buscando refugio en las iglesias, pues creyendo al Maligno en posesión de esos cuerpos cadavéricos, pensaban que no osarían pisar suelo sagrado. Esos fueron los primeros en caer víctimas. En Santa María del Mar nos refugiamos, colocando enormes y pesados sillares bajo los arcos y vigilando todas las entradas. Cada vez llegaban más, tanto vivos como muertos, aunque cada vez eran más los muertos, y los vivos morían de hambre y sed, y de frío, pues solamente estaban levantadas las paredes, no había puertas, ni vidrieras, ni techo. Un día los resurrectos entraron y comiéronse a hombres, mujeres, niños, viejos y jóvenes, muchos de ellos quedaron vivos para convertirse en apestados y luego en poseídos. Yo pude escaparme y salir corriendo, para descubrir que ya mi ciudad no era mi ciudad.
Solo había estado un mes encerrado y las calles ya no eran las mismas. De noche no se encendían lámparas, de día no había mercado, las tabernas estaban desatendidas, y la casa donde tan deleitosamente habíamos sido agasajados por doncellas prestas a ofrecernos todos los placeres, ardía por los cuatro costados.
Fue un caballero, a lomos de un alazán negro quien me salvó de la horda. En medio de la plaza, y rodeado por aquellos muertos vivientes, que se arrastraban hacia mí ávidos de mi sangre y de mi espíritu, hallábame presto a entregarme a la muerte cuando irrumpió el caballero con su escudero, y lanza en mano comenzaron a atravesar las cabezas de los poseídos, quienes caían muertos al suelo, alzáronme a la grupa y salimos a todo galope de la ciudad.
En la campiña había otros, escondidos en una villa que a decir del caballero era suya, pero luego nos enteramos de que halláronla abandonada y ocupáronla campesinos y ciudadanos que huían despavoridos. También al campo había llegado la plaga, pero era más fácil aislarse de los infectados, y en las tierras cultivar alimento.
A pesar del miedo, la angustia y el hambre, felices fueron los años que pasé allí. Cada poco nos visitaban salteadores y muertos poseídos, que rechazábamos. De hecho era más sencillo rechazar a los muertos que a los salteadores, pues a los muertos bastaba con abrir la cabeza con la lanza o cortársela con la espada, o incluso aplastársela con una piedra.
Un año llevábamos allí cuando llegó el Fiorentino, hombre que se haría famoso con los años a través de sus escritos sobre los Años Oscuros.
Cinco fueron los Oscuros. Los necesarios para que la mayor parte de los cuerpos poseídos, decayesen en esqueletos andantes que se desarmaban y perdían su fuerza vital. Pronto campos y ciudades no fueron más que inmensos osarios que cliqueaban al agitarse los miembros descarnados. Y pronto los osarios enmudecieron, pues los cuerpos perdían todo hálito de vida. En diez años los muertos volvieron a ser muertos y los vivos, vivos, recuperándose el natural orden de las cosas. Y salimos de la villa. Y vinieron otros que también hallábanse escondidos, y todos empezaron a labrar la tierra, los menos, a ocupar las ciudades. Y en veinte años las calles eran de nuevo llenas de vida, en las tabernas se bebía el vino, las doncellas ofrecían sus voluptuosos placeres, los curas decían misa. Los señores volvieron a señorear y los criados a servir, los pobres a mendigar, los borrachos a gastar en la taberna lo mendigado. Los pescadores a su labor, los mercaderes a la suya, y todo volvió a ser como antes.
Ahora, en mi lecho de muerte, y tras haber acompañado a mi amigo Giovanni, llamado Juan el Fiorentino, de quien aprendería yo el arte de las letras, me llegan rumores de que en la plaza, frente a la taberna, un par de mozalbetes ha echado el lazo a dos enfermos de la rabia, y que al no atacarse entre sí, les echaron al ciego borracho, a quien destrozaron implacablemente.

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