domingo, 18 de agosto de 2013

El viaje interrumpido

Un viaje interrumpido, una apuesta perdida, pero lo peor de todo, una civilización destruida. Al principio solo habían sido rumores: algún viajero desde un remoto pueblo de la India o el corazón de África, había relatado extrañas historias de hombres tambaleantes que atacaban a las personas. Luego alguna noticia en el Times hablaba de historias parecidas en Estambul o Argel... Precisamente en la edición del día en que había de emprender mi marcha, se hablaba de un extraño caso en París, ciudad por la que mi criado Passepartout y yo debíamos transitar en breve --aunque yo eso no lo sabía en el momento de leer la noticia--, según la cual un hombre de andar vacilante e inseguro (un mendigo según unos, un borracho según otros) había mordido a algunos viandantes en el bulevar de Montparnasse. Pero pronto me olvidaría del asunto, centrando mi atención en la apuesta que sostendría con otros respetables miembros del Reform Club, en la cual me comprometía a dar la vuelta al mundo en exactamente setenta y nueve días y en la que comprometía la mitad de mi fortuna.
 Aceptada la apuesta y concluida nuestra partida de whist, me encaminé a casa a informar a mi criado de los nuevos planes y a disponerlo todo para emprender la marcha.
 Pasadas las ocho salimos de casa y nos encaminamos al punto de coches, donde cogimos un cab que, a las ocho y veinte, nos dejó delante de Charing Cross.
Hasta ese momento la ciudad vivía bajo una aparente normalidad, y digo aparente, porque antes de que el sol volviera a iluminar la punta del Big Ben, la faz de la Tierra habría cambiado por completo.
 Llegados a este punto sí debo mencionar que observé algo que me pareció extraño, y que por un segundo me inspiró temor: una mendiga con un niño cogido de la mano. La pobre mujer estaba descalza, al igual que su vástago, y conmovido, saqué del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar a las cartas con intención de ofrecérselas, pero al acercarme a ella, advertí algo en la mirada de ambos, algo que me causó confusión y temor pero que en ese momento no supe describir. Le di las monedas y pasamos de largo.
 Todo sucedió en el tren, a pocos minutos de salir de la estación. A las ocho y cuarenta, mi criado Passepartout y yo tomamos asiento en nuestro compartimento. A las ocho cuarenta y cinco, sonó el silbato y el tren se puso en marcha.
 La noche estaba oscura y caía una lluvia menuda. Arrellanado en mi asiento, permanecía en silencio, mientras Passepartout, sin duda atolondrado todavía por la sorpresa y lo precipitado de nuestra marcha, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco cuya custodia le había confiado y que contenían la mitad de mi patrimonio. Era de lo que disponíamos para llevar a cabo la empresa. Pero el tren no había pasado aún de Syderham cuando la máquina frenó en seco, provocando una enorme sacudida que nos lanzó de nuestros asientos, sacando las ruedas de sus guías y haciendo volcar el vagón. En cosa de un momento la calma de un tranquilo viaje en tren se tornó un caos de metal chirriante, movimientos bruscos y gritos provenientes de los demás compartimentos. A mi lado Passepartout profirió un verdadero grito de desesperación. Debí de perder la consciencia, porque en seguida todo se tornó borroso y la confusión provocada por lo que sin duda había sido un accidente, había dado paso a un silencio tenso y opresivo, casi sin solución de continuidad, desde el punto de vista de mi percepción.
 Todo estaba a oscuras, salvo por el tenue resplandor de lo que supuse un fuego lejano. La claridad fluctuante entraba por las ventanillas, que ahora, deformadas y retorcidas, se hallaban justo encima de mi cabeza. Traté de moverme pero tenía una pierna aprisionada.
 --¡Amo, está vivo!, vivo de verdad, no como los otros.
 --Sí, estoy vivo, ¿puedes ayudarme?, ¿qué ha pasado?, ¿y qué quieres decir con "vivo de verdad"?
 --Señor, han pasado varias horas desde el accidente. Como no respondía a mis llamadas, creí que había muerto. Fui a explorar, a tratar de enterarme de qué había provocado el descarrilamiento y ver si podía ayudar a otros viajeros. Hablé con los maquinistas, que afirmaban que una horda había invadido la vía. Con la lluvia y la oscuridad, no los habían visto hasta tenerlos casi delante y...
--¿Pero qué hacían en las vías del tren?
 --Nada, señor, solo deambulaban, y lo siguieron haciendo después del accidente. Por el ímpetu de la arremetida, muchos debieron morir, pero según el maquinista y el fogonero, que sobrevivieron al principio, se levantaron y reanudaron su marcha. Yo los vería a mi vez: caminan errantes, con la mirada perdida, aparentemente atraídos por el fuego y por los gritos de los viajeros atrapados en los vagones.
 »Ayudé a apagar el incendio de la caldera, pero algunos de estos seres --me resisto a llamarlos humanos, pues su mirada carece por completo de alma-- nos atacaron. Parecen débiles, enclenques, pero cuando atacan lo hacen de una forma brutal y siniestra. Mordieron al maquinista y al fogonero, y al cabo se volvieron como ellos. Yo pude salir corriendo a esconderme... Y aquí estoy, contento de que mi amo siga vivo, pero no vivo como esos, que más bien parecen muertos que caminan, sino vivo, vivo.
 Las palabras de Passepartout resonaban en mi cabeza. Recordé entonces los rumores y las noticias del Times. Luego me vino a la memoria una noticia de Richard Burton sobre algo que él y Speke habían encontrado en lo que creían las fuentes del Nilo. Entonces lo entendí todo y supe que nuestro mundo, tal y como lo conocíamos, estaba sentenciado.

2 comentarios:

  1. Muy bueno Antonio. Me gusta mucho. Salvo el nombre que le pusiste al mayordomo jejeje Miento, también me ha gustado.

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    1. Jejejejeje. ¡Gracias! En algunas traducciones ponen Picaporte, aunque en la que yo feí de mocoso, lo dejaban como Passepartout. Acabo de cambiarlo porque me he dado cuenta de que esta me gusta más :)

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