viernes, 21 de diciembre de 2012

Los últimos días del fin de los tiempos

El bosque está cubierto de nieve. Lo que otrora fuera una reliquia del Terciario no es ahora más que un esquelético amasijo de troncos y ramas desfoliados y chamuscados, cubiertos por una espesa capa de nieve sucia, casi negra. La máquina, una vieja quitanieves amarilla, se halla varada en medio de una carretera que apenas se adivina.
Andrés llama por radio para comunicar su situación: ha habido una avería y el vehículo no se puede mover. Salta a tierra enfundado en su traje, un modelo de una pieza elaborado en un material isotérmico y provisto de un circuito calefactor que funciona con baterías. El Gobierno se había provisto de estas unidades, desarrolladas en un tiempo récrod a partir de tecnología espacial, para equipar los refugios.
Consulta el termómetro y el reloj: las catorce cero ocho. Menos doce coma tres grados Celsious. El cielo está prácticamente negro y la oscuridad es casi absoluta. Es agosto.
A la luz de la linterna comienza a desandar el camino trazado por la quitanieves donde hacía tan solo cuatro meses había existido una carretera. El asfalto, fundido por el calor tras la colisión, ha desaparecido bajo una gruesa capa de hielo y nieve compactada. La ventisca es fuerte. Dentro del traje no siente sus efectos, pero si no se da prisa, pronto el camino se habrá borrado.
--Hijo Pródigo, aquí Rover Uno.
--Róver Uno, adelante.
La voz familiar de Julia suena dentro de su casco. Es una voz cálida, la voz del hogar seguro, caliente y confortable que le aguarda a pocos kilómetros.
--Ya estoy en camino. No puedo ir muy rápida, así que cuenta al menos con una hora.
--Tranquila. Tengo dos horas y media de batería. Lo que me preocupa es el baño de rayos UVA. El sol debe de estar ahora en todo lo alto y si se ha jodido la capa de ozono, debo de estar pillando un bronceado guapo.
--Me van los tíos bronceados, así que puedes anotarte un punto.
--Eres lesbiana, no te van los tíos, pero me lo tomaré como un cumplido.
--Quién sabe, a lo mejor me hago bísex.
--Pues entonces avísame. Me gustaría participar.
--Serás el primero en saberlo.
La radio enmudece y ambos se sumen en sus propios pensamientos.
Andrés recuerda...

Estaba en su casa sentado ante el televisor viendo como evacuaban Japón. Un país entero, más de cien millones de personas. Aún faltaban tres meses pero se sabía que el impacto tendría lugar en el centro del Pacífico. Los hawaianos y los habitantes de los demás archipiélagos huían hacia el continente. En toda América, desde alaska hasta la Patagonia, se llevaba a cabo un esfuerzo titánico por evacuar la costa oeste en una operación migratoria sin precedentes cuyo fin era trasladar a la población al este de las Rocosas y los Andes.
Lo mismo sucedía en la costa este de China y en todo el sudeste asiático, al igual que en la costa oriental africana. En todas partes se huía hacia el interior, lo más lejos posible del océano. Solo en las costas atlánticas se mantenía una cierta normalidad, aunque también allí había riesgo de tsunami.
Por todas partes se construían refugios a marchas forzadas. En Rusia se acondicionaban el metro de Moscú y el de San Petesburgo para realojar a la población, y lo mismo se hacía en otras ciudades. En muchos lugares se horadaban montañas y se construían refugios subterráneos.
En Tenerife se construía un macrocomplejo en Las Cañadas para albergar, según decían, a más de cien mil personas, aunque a tres meses del Desastre solo uno de los refugios, con capacidad para diez mil personas, estaba completamente terminado y equipado.
También decían que Las Cañadas era el lugar idóneo, sobre todo por la altitud, que mantendría a la población a salvo de los tsunamis.
No importaba que geólogos y vulcanólogos, no solo de las islas, sino de la Península y hasta del extranjero, se echaran las manos a la cabeza ante lo que consideraban una idea ridícula que conduciría a un suicidio colectivo, pues tratándose de una zona geológicamente activa, explicaban, el terremoto a nivel global que se produciría tras el impacto, liberaría los gases disueltos en el magma creando una sobrepresión en las cámaras magmáticas y originando por tanto, violentas explosiones --como cuando se agita una botella de champagne--, en la televisión autonómica, la oronda figura del recién elegido Presidente del Gobierno de Canarias insistía en que su gabinete de crisis estaba asesorado por un competente equipo técnico, y afirmara que los refugiados, "lo mejor de ese valeroso pueblo canario" contaba con todas las garantías.
Por otra parte no dejaba de ser curioso que, al mismo tiempo que el Presidente garantizaba una plaza a todo residente canario, por todas partes se aconsejaba evacuar las islas. Todas las líneas aéreas y navieras abrieron nuevas rutas con la Península y Europa. Hasta Fred Olsen acababa de inaugurar una línea con Cádiz y otra con Barcelona. La demanda hacía que los precios fueran cada vez más prohibitivos, y las familias con menos recursos, a las que se les había prometido un pasaje costeado por la Comunidad Autónoma, aguardaban una ayuda que nunca llegaría.

Empieza a nevar de nuevo. El viento arrecia. Andrés no quita ojo al sendero que amenaza con desaparecer bajo los negros copos. Solo es capaz de pensar en Julia, en el róver y en la taza humeante de sopa hecha de cubitos de caldo y agua extraída de la sucia nieve que los rodea. Hogar dulce hogar.También piensa en su padre, y en la suerte que tiene de no darse cuenta de que el mundo entero se ha ido al infierno. Ese gran hombre que ahora cree que está en su casa, que su amada esposa llegará en cualquier momento de la compra y al que le disgusta el hecho de que mañana ha de madrugar para ir al trabajo.
Su padre...

Hacía ya diez años. Al principio solo fueron pequeños despistes achacables a la edad, pero la muerte de su esposa, la madre de Andrés, había sido el desencadenante de una serie de comportamientos extraños que hicieron sonar las alarmas. En un primer momento Andrés lo atribuyó al duelo, el médico de cabecera habló de depresión, pero el duelo se prolongaba, y aunque había días en los que parecía que volvía a ser el de antes, el deterioro en su conducta iba progresando lenta pero inexorablemente. Fue la época de la ropa sucia doblada en el armario, del queso manchego en el cajón de los cubiertos, de las llamadas a las dos de la madrugada para reprocharle su tardanza, que llevaba más de una hora con la mesa puesta y lo esperaba para comer.
Luego vinieron las visitas al neurólogo, la prueba de las tres palabras, las resonancias magnéticas, los TACs y los test neuropsicológicos. Y finalmente la sentencia: demencia mixta, alzheimer probable con componente vascular.
Después los años de cuidados, las noches en vela, los sentimientos encontrados de amor y odio por una vida frustrada... El apoyo de los buenos amigos y de la asociación de familiares fue lo único que en muchas ocasiones evitara que cayera.
Y el siguiente paso, quizá el más duro pero también el más sensato: la institucionalización. Por suerte existía un centro especializado en demencias, único en España aparte del de referencia de Salamanca. De no haber existido probablemente hubiera aguantado mucho más antes de tomar la decisión.

Ahora se pregunta si mereció la pena salvarlo. Haberse salvado él mismo. ¿Qué futuro les aguarda en un planeta agonizante, con la práctica totalidad de sus ecosistemas arruinados y su civilizacion prácticamente desaparecida?
La ventisca arrecia. Bajo sus pies se han formado placas de hielo que le dificultan la marcha. Apenas ve ya la traza dejada por el quitanieves y tiene que usar la brújula para no desorientarse. También Julia está teniendo problemas para avanzar.
--¿Por qué coño hay tanto viento?
--¿Y yo qué carajo sé? El meteorólogo eres tú, no yo.
--Aficionado. Soy profe de Filosofía, ¿recuerdas? Lo mío es Sartre y esas cosas.
--Aun así, ya deberías saber más que yo. Soy militar, ¿recuerdas? Lo mío es pegar tiros, y esas cosas\dots
La conversación le arranca una carcajada. Necesita hablar y que le hablen. También necesita pensar. En un mundo sin sol la circulación atmosférica debería ser muy débil. Pero los mares aún constituyen una enorme reserva de calor. Es esta diferencia entre el frío de las tierras emergidas y el calor de los mares la que genera estos vientos. Andrés imagina enormes células convectivas de masas de aire que, procedentes de los continentes, ascienden al llegar al océano y calentarse. Las costas continentales deben de ser un infierno de viento, diluvios y potentes tormentas eléctricas.

Todo había empezado año y medio atrás con el descubrimiento rutinario de uno de tantos asteroides que vagan errantes por el Sistema Solar. Bautizado con el poco romántico nombre de 2018DA7, un primer cálculo de su órbita concluyó que pasaría muy cerca de la Tierra en abril del año siguiente, 2019, por lo que fue catalogado como NEO (objeto cercano a la tierra, por sus siglas en inglés).
Como aficionados a la Astronomía, Andrés y sus amigos fueron de los primeros en leer y comentar la noticia, que no pasaba de la simple anécdota, pues objetos de este tipo se descubren a centenares. Pero sucesivas mejoras en los cálculos empezaban a sugerir que la posibilidad de un encuentro podría ser muy real.
También se iban sabiendo más cosas sobre el objeto, como que su composición era fundamentalmente de hierro yníquel y que su diámetro estaba entre los ocho y quince kilómetros, similar al del asteroide que aniquiló a los dinosaurios.
A mediados de marzo la cuestión era verdaderamente preocupante entre los astrónomos, y a primeros de abril la noticia saltó a los medios de comunicación de masas de todo el mundo: el jueves 25 de abril de 2019, el asteroide 2018DA7, rebautizado por alguien con un sentido del humor retorcido como Terminator, pasaría tan cerca de la Tierra que las probabilidades de colisión superaban el noventa por ciento.
Como ocurre siempre que uno se entera de un acontecimiento extraordinario, Andrés recordaba con todo lujo de detalles lo que hacía cuando saltó la noticia. Era una fresca y lluviosa mañana de domingo. Como hacía siempre antes de ir a ver a su padre, acababa de dar un largo paseo por el casco histórico de La Laguna, su ciudad natal, y había ocupado una mesa en la churrería del mercado. Acababan de traerle una taza de chocolate humeante y una ración de churros. Se disponía a morder el primero mientras contemplaba distraídamente la lluvia, cuando recibió el mensaje a través de Whatsapp.
"Se confirma: habrá colisión".
Era uno de sus amigos, que lo acababa de escuchar en la radio.
La sensación fue extraña: en parte la noticia no le sorprendió, pero al mismo tiempo la confirmación de lo tremendo había cambiado algo, de alguna forma había roto algo en lo más íntimo de una manera tan sutil que apenas fue preceptible. Le vino a la mente el momento en que le dieron el diagnóstico de su padre. La sensación de dejà vu fue evidente.
A su alrededor todo seguía igual. Manos alzadas reclamando la atención de un camarero ajetreado que se movía entre las mesas, niños ruidosos, ancianos apacibles, un vendedor de lotería pregonando la suerte, la lluvia en el exterior... Pero ahora todo aquello, la vida tal y como la conocía, tenía los días contados. Dentro de un año, nada de aquello existiría.
En los días siguientes el asunto del asteroide había pasado a ser el tema estrella, ocupando titulares, portadas de periódicos y revistas, debates... pero pronto empezó a caer aparentemente en el olvido. En dos semanas volvían a las primeras planas los diez millones de parados, los once años de recesión, el cese del veinte por ciento de los funcionarios, las próximas manifestaciones del Primero de Mayo, la inminente y enésima huelga general y el peligro, muy real, de que, agotada la "hucha" de las pensiones, el Estado no pudiera hacer frente a su pago a partir de septiembre.
En la encuesta del CIS de junio de 2018, la posibilidad de un cataclismo cósmico ni siquiera aparecía entre las diez principales preocupaciones de los españoles.
Pero pronto se volvió a hablar del tema en los medios. Expertos astrónomos y astrofísicos de todo el mundo explicaban cómo sería el encuentro (eufemismo utilizado para referirse a la colisión) llegado el momento.
Pronto empezaron a llegar noticias de las primeras medidas tomadas en otros países. En Estados Unidos se empezaba a planificar la construcción de los refugios, las autoridades comunitarias y los diferentes gobiernos de los países miembros empezaban también a moverse. El gobierno español fue uno de los últimos en reaccionar y cuando lo hizo, según diría más tarde un portavoz del partido mayoritario en la oposición, lo hizo tarde y mal.
Como un paciente al que le diagnostican una enfermedad incurable y le dan un tiempo determinado de vida, la sociedad fue sufriendo una serie de transformaciones a lo largo de aquel último año.
Lo que sobrevino al principio en todo el mundo fue lo que los psicólogos sociales calificaron como un síndrome generalizado de negacionismo: la gente empezó a hacer planes de forma masiva para los meses posteriores a abril de 2019. Quienes tenían operaciones programadas o visitas con el especialista para antes de esa fecha, solicitaban un aplazamiento de esas citas, desapareciendo prácticamente las listas de espera en los meses previos. Muchísima gente contrató su boda para mayo y junio de 2019, y quienes tenían pensado casarse antes, pospusieron sus planes. Incluso llegó a darse el caso de personas, que pudiendo terminar la carrera en septiembre, no se presentaron a los exámenes con la idea de volverse a matricular el curso siguiente y terminarla en junio.
Luego llegó la aceptación, la resignación. Las personas eran conscientes de que no habŕía lugar para todos en los refugios, y aunque pudiesen hacerlo, muchos consideraban que quizá no mereciera la pena salvarse. "Mejor una muerte rápida que una lenta agonía", y mientras unos cayeron en la apatía y la depresión, otros decidieron quemar los últimos cartuchos. Mientras unos viajaban a lugares exóticos, abandonaban definitivamente sus dietas a pesar de padecer graves problemas de salud, mandaban a paseo a su jefe, o a su pareja, o se entregaban a desenfrenadas orgías, otros decidieron simplemente irse por la puerta grande: el índice de suicidios se incrementó notablemente, multiplicándose los casos de suicidios en masa, en los que familias enteras, incluyendo niños y ancianos, eran halladas envenenadas o asfixiadas en el garaje.
También se incrementó la asistencia a los lugares de culto. Las religiones experimentaron un auge singular en las sociedades laicas.
Al mismo tiempo hubo un parón en los conflictos bélicos, no tanto por su carencia de sentido a pocos meses del final --la carencia de sentido siempre había estado-- sino porque los contendientes tenían cosas más importantes en que pensar.

La ventisca. Andrés vuelve a pensar en la meteorología. Entendería la ventisca en el interior de un gran continente, pero en una isla relativamente pequeña... A aquella altitud debería estar diluviando, debería haber truenos y relámpagos por doquier... Y de hecho los hubo. Cuando el aire empezó a enfriarse tras alcanzar el pico de trescientos doce grados, según los sensores instalados en el exterior del refugio, el agua evaporada de los océanos cayó con fuerza y abundancia. Más tarde habían llegado las tormentas, luego un breve período de sequía, coincidiendo con una mínima de treinta y nueve bajo cero. Luego la temperatura había empezado a subir, para estancarse. Ahora le toca el turno a la ventisca. No tiene sentido darle vueltas. No es meteorólogo profesional y además el tiempo debe de haberse vuelto del todo impredecible.
--¡Mierda!
Ha vuelto a resvalar, pero ahora siente un dolor agudo en la pierna.
--Creo que me la he roto. No me puedo levantar --informa por radio.
--Tranquilo --responde Julia--, estoy avanzando. En una media hora deberías ver mis luces.
--De.. ufff.. de acuerdo.

La noticia le sorprendió de camino al instituto. Era noviembre. Una fantasmagórica niebla envolvía las calles de La Laguna, mojadas por la lluvia y ensombrecidas por el escaso ánimo de los transeúntes. La NASA iba a lanzar un cohete para destruir o desviar el asteroide. Él sabía que no era cierto, que en realidad la misión no tripulada a Terminator consistía en la colocación de un transpondedor, para poder hacer un seguimiento de la posición y la velocidad del asteroide y realizar un cálculo preciso sobre el punto y el momento exactos de la colisión.
Como siempre, Daniel Marín ofreció en su blog, Eureka, una pormenorizada descripción del complicado encuentro con Terminator, y desmintió rotundamente que se tratara de una misión de salvamento, explicando en qué consistiría una operación de desvío del asteroide, así como una de destrucción del mismo, y por qué eran inviables con nuestro nivel de tecnología actual. Como siempre, en los comentarios, muchas lumbreras aportaban soluciones a cual más descabellada, los trols cumplían su papel y los lectores serios hacían preguntas o comentarios inteligentes.

Han pasado casi dos horas desde que se averió la quitanieves y Julia aún no ha llegado. La ventisca arrecia. Andrés está seguro en el interior del traje, disfrutando de unos confortables veinte grados. Pero le quedan media hora de batería. Tanto Julia como él creen que ya debería ver las luces, pero la visibilidad es nula. Empieza a sentir miedo.

Escándalo. El tres de febrero se conoce que la Fiscalía, en el marco de una operación bautizada como "Operación Verolo", había investigado y acababa de imputar al Presidente del gobierno canario, al del Cabildo de Tenerife y a otros altos cargos por prevaricación en la concesión de las obras de los refugios y malversación de fondos públicos destinados a tales obras. A menos de tres meses del cataclismo, el complejo Cañadas distaba mucho de estar concluido, siendo solo uno de los refugios, con capacidad para cinco mil personas, el único que a esas alturas podría ser ocupado.
A Andrés no le sorprendió la noticia. Sí le hacía gracia que se hablara de imputaciones a esas alturas. ¿Qué sentido tenía si el juicio no siquiera llegaría a celebrarse? «Hasta en esto tienen suerte, los muy cabrones».
En cuanto a los refugios, le daba igual. No pensaba llevar a su padre a la boca del lobo. Los científicos insistían en que ese lugar no era idóneo, y en que los lugares más seguros serían las zonas geológicamente más antiguas e inactivas, como Anaga o Teno en Tenerife. Los mejores refugios serían los túneles oradados en la montaña, como los de El Roquillo en el Hierro, el de la Cumbre, en La Palma, y los de Taganana y Buenavista. Todos ellos estaban siendo también equipados como refugios.
En aquel momento Andrés no tenía nada claro qué hacer. Meter a su padre en un avión o en un barco, en su estado, era del todo impensable. Además, conseguir una plaza era prácticamente imposible. Y luego, una vez en destino, ¿qué? Los refugios malamente albergarían a la cuarta parte de la población local. No quería estar vagando por carreteras atestadas y llamando a la puerta de refugio en refugio, para ser rechazado.

Veinte minutos de batería. La nieve casi lo ha cubierto. A pesar de la agradable temperatura del traje, siente escalofríos. Tiene miedo, pero no por él, sino por su padre. Sabe que en el refugio lo cuidarían bien, pero si él no está, no será lo mismo.
A sugerencia de Julia baja a quince grados la temperatura del traje, para ganar tiempo de batería. Ninguno de los dos lo dice, pero ambos empiezan a temer que el róver se haya perdido y nunca llegue a encontrarlo.
Constantemente se sacude la nieve, para no quedar enterrado, y cada vez que accidentalmente mueve la pierna, siente un dolor agudo que le recorre el miembro como si se lo estuvieran triturando.
En un descuido la pierna rota ha quedado completamente enterrada. Tiene que liberarala inmediatamente, quitándose nieve con la mano, pero también moviéndola. La mueve, y el dolor es tan atroz que está a punto de desmayarse. La frente se le perla de un sudor frío y se le nubla la vista. Al segundo intento lo consigue, pero a cambio termina de perder la consciencia.

Cuatro de abril. Los rayos dorados del sol del atardecer iluminan el comedor, tamizados por la cortina blanca de gasa que cubre el amplio ventanal. El mar bate con fuerza contra el dique de las piscinas y de la pequeña playa, al otro lado de la calle. Ocho ancianos, tres de ellos en silla de ruedas, aguardan la cena. Andrés sirve a los que aún pueden comer por su cuenta mientras Ana, en una mesa aparte, prepara las medicaciones. Los que precisan ayuda para comer han de aguardar aún un poco.
Casi todo el mundo había ido a sacar a sus familiares del geriátrico. Pero aún quedaban siete usuarios, aparte de su padre, a los que nadie había ido a recoger, y ya no parecía que fueran a hacerlo. Simplemente los habían abandonado.
El pueblo estaba tranquilo, nada que ver con la locura y el caos circulatorio que desde hacía semanas se adueñaba de las ciudades y las vías principales.
El último mes había sido el de las despedidas. Primero sus alumnos, el último día antes de que se suspendieran definitivamente las clases. Luego sus amigos: Unos eran de la Península, y habían conseguido a precio de oro, pasajes en uno de los últimos vuelos a Madrid para estar con sus familias; otros, siendo de la isla, querían pasar las últimas semanas con sus parientes.
Había organizado una cena en su casa para reunirlos a todos. Hacía ya un mes, el cinco de marzo --nadie se acordó que era martes de carnaval--, y tras una velada que se prolongó hasta bien entrada la mañana siguiente había llegado el tan temido momento. Entre abrazos y sollozos mal disimulados, se habían dicho adiós por última vez.
--Bueno, chicos, mientras sigan funcionando el teléfono e internet, seguiremos en contacto, ¿no?
--Claro, claro...
Pero nunca más llegaron a hablarse.
Por el tráfico y la creciente inseguridad, cada vez se le hacía más difícil ir a ver a su padre, y cada vez tenía menos deseos de separarse de él. Así que una mañana se despidió también de su casa, de sus libros y sus películas, que eran su mayor tesoro, de los pesados de sus vecinos, de su calle, del parque, de las casas con sabor añejo, del Teatro Leal, de la plaza del Adelantado, del antiguo hospital de Dolores, convertido en biblioteca, donde había preparado las oposiciones... Solo se llevó un retrato de sus padres, su viejo tablero de ajedrez y a Frodo, el gato negro que, una noche de invierno y agua de hacía más de una década, encontrara aterido junto a una farola cuando volvía del trabajo.
En el geriátrico solo estaba Ana, una de las gerocultoras del turno de noche. Sus compañeros no se presentaron al cambio de turno, y los que estaban con ella, poco a poco se fueron yendo. Ella no se atrevió a dejar a ocho ancianos enfermos de alzheimer solos y abandonados a su suerte.
Ese último mes había visto la degradación definitiva del orden social. A medida que se acercaba el inminente desenlace, un sentimiento de impotencia y desesperación se adueñó de la humanidad. Por todas partes se registraron brutales estallidos de violencia. En todo el mundo se culpaba a las autoridades por no haber hecho lo suficiente, a los científicos por no haber aportado una solución. Parlamentos, universidades, bancos, centros de investigación... todo estaba siendo objeto de ataques indiscriminados por parte de una turba incontrolada. Por televisión se había visto arder los edificios del Parlamento en Londres, refinerías de petróleo en México, el Congreso de los Diputados en Madrid, reventado por un artefacto de gran potencia...
Ya no había restaurantes, ni tiendas, ni cines, ni teatro. Solo noticias. Para abastecer el geriátrico de medicinas y alimentos, iban a los establecimientos abandonados y cogían lo que necesitaban.
Esa tarde se había ido la luz. Tal vez sabotaje en alguna de las dos centrales térmicas, o imposibilidad de los camiones cisterna de llegar en medio del monumental atasco, o quizá simplemente el personal se había ido.
»Otro paso más hacoa el fin de nuestra civilización», pensó.
Lo último que había visto, antes de que la falta de fluído eléctrico callara para siempre a la caja tonta, fue al líder de un partido independentista, republicano y de izquierdas, asegurar ante una entusiasmada audiencia que aquello en realidad podría representar una oportunidad para Cataluña.
Una vez hubieron logrado meter en la cama a los ancianos, Andrés bajó al salón y se sirvió un whisky. La oscuridad era absoluta, tan solo atenuada por la luz de las velas. Ana se reunió con él, dejándose caer a su lado en uno de los sillones del hall.. Tenía aspecto de estar agotada. Ambos lo tenían.
--No recordaba lo que era cuidar a un enfermo de Alzheimer desde que ingresé a mi padre aquí.
--Uffff... Acabas hecha una mierda.
--Oye Ana, tenemos que hablar --dijo tras apurar el último trago--. Hay que tomar una decisión ya.
--Sigo diciendo que deberíanmos ir a Las Cañadas.
--No, ya te he explicado. Además, están sin acabar. Aun si resisten la actividad geológica, mucha gente se va a quedar desprotegida.
--Sí, a quién se le ocurre quedarse con el dinero de eso... ¿En qué coño se lo pensaban gastar, y de qué les va a servir de aquí a tres semanas...
--La codicia no atiende a razones, amiga mía.
--Qué hijos de la gran puta...
Fuera solo se escuchaba el rumor de las olas, pero en el silencio de la noche Andrés creyó oír algo más.
--¿Oyes eso? --dijo.
--¿El qué? --respondió la chica, alerta.
--No sé... Parece el petardeo de una moto.
Al pronto ella también lo oyó. Se acercaba.
--Shhhhh, no hagas ruido --advirtió Andrés. Los dos se apresuraron a apagar las velas.
Vieron la luz de los faros a través de las cortinas de la cristalera. Oyeron pasos y voces en el exterior. Parecían de un hombre y una mujer. Alguien golpeó en la puerta de cristal.
A Andrés le empezó a latir el corazón con fuerza mientras se acercaba a la entrada con la linterna en la mano.
--Tal vez se trate de algún familiar --dijo Ana detrás de él.
Rodó un poco la cortina y les apuntó a la cara con la luz. Efectivamente se trataba de una pareja. Ella era una mujer menuda, de pelo rizado, rubio. Él llevaba gafas de pasta y una camiseta negra sobre la que había unos números verdes. La mujer se agarraba a él buscando protección y él la rodeaba con un brazo.
--¿Qué desea? --gritó Andrés--. Le advierto de que soy policía y estoy armado --mintió.
--No queremos buscar bronca. Mi mujer y yo estamos buscando refugio para pasar la noche. Hemos creído ver luz y hemos pensado que nos podrían ayudar.
--¿Refugio? Si buscan refugio váyanse a Las Cañadas.
--Ni locos. Eso es una trampa mortal. Además las carreteras que suben al parque están colapsadas.
--Hay otros refugios.
--Tenemos pensado probar en el túnel de Taganana, pero no queremos andar por ahí de noche.
--Ni hablar --dijo Andrés--. Hay muchas casas vacías. Revienten una puerta y métanse en una.
--No somos okupas.
--Ni nosotros ladrones --respondió Andrés--, y nos hemos visto obligados a robar en el supermercado. A todo se hace uno
--Está bien, nos vamos. Ya le he dicho que no queremos problemas.
Entonces la mujer habló. Estaba visiblemente alterada.
--Por favor, tengo miedo. La gente parece haberse vuelto loca.
--Parecen inofensivos --dijo Ana.
--Sí, yo pienso lo mismo. Pero me parece muy arriesgado.

Ha recuperado la consciencia para descubrir que solo le quedan cinco minutos de batería y el róver no ha llegado.
Ha disminuye la temperatura a diez grados con la esperanza de arañar unos minutos más. Por suerte hace una hora que dejó de nevar, pero en el momento en que más había arreciado el temporal, Julia quedó atrapada y le fue imposible, a ella sola, mover el vehículo. Juan ha tenido que salir en el otro Land Rover a socorrerla.
Juan, aquel de la moto. El friki de los ordenadores que había llegado una noche con una mujer muerta de miedo, vistiendo una camiseta negra con los diez primeros términos de la serie de Fibonacci en binario, y cuyos conocimientos habían sido vitales para poner en funcionamiento el refugio. Sin él estarían muertos.
No quería decirlo, pero había sido un error que Julia hubiera salido a rescatarlo sola.
Julia...

Juan y su esposa Mónica pasaron la noche, pero no se marcharon a la mañana siguiente. En vez de eso, empezaron a ayudar.
--Este sitio es una mierda --dijo Juan mientras desayunaban, recibiendo una mirada reprobatoria de Mónica. Andrés y Ana se le quedaron mirando sin comprender.
--Desde el punto de vista de la seguridad, quiero decir.
Era cierto. Lo único que habían hecho Ana y Andrés había sido bloquear las salidas de emergencia para evitar que alguien se colase en el edificio. Pero tanto el comedor como el hall poseían enormes ventanales de cristal que cualquiera rompería de una pedrada.
Aquel lugar parecía estar al margen del caos, pero una de las últimas cuestiones que se habían tratado cuando la Civilización aún daba sus últimos coletazos, había sido qué hacer con los presos. Cada país había adoptado una solución diferente: Estados Unidos, por ejemplo, había optado por ejecutar a todos los que se hallaban en el corredor de la muerte y poner en libertad solo a quienes no hubieran sido condenados por delitos de sangre. En esto último los habían imitado otros muchos países, pero en España, el último Consejo de Ministros había aprobado indultarlos a todos. Y había elementos en Tenerife II con los que no hubieran deseado tropezarse.
--Da igual --dijo Andrés--. Supongo que terminaremos yéndonos de aquí. A no ser que queramos morir todos.
Esa tarde los dos hombres habían decidido subir a la cumbre a echar un vistazo. A medida que se acercaban a La Laguna la presencia de coches y gente era mayor, pero hacia el monte la carretera estaba expedita. No hallaron a nadie en los caseríos que cruzaban, y tampoco se cruzaron con ningún vehículo. Y el túnel estaba abandonado.
Juan saltó de la moto y comenzó a imspeccionar las instalaciones.
--Joder, parece que lo terminaron --dijo al cabo de un rato--. Mira, hay cuatro trajes. Tecnología rusa, chaval --añadió con un brillo en la mirada. Los trajes lucían el logotipo de Zvezda--. Básicamente es un Sokol modificado al que le han retirado todo lo del soporte vital y le han añadido varias capas más de aislante térmico. Mira, los filtros de aire.
--¿Entiendes de estas cosas?
--Bueno, soy aficionado a la astronáutica. Algo sé.
--Coñe, pues yo también.
Resultó ser uno de los "lectores serios" del blog de Dani Marín. Ingeniero informático, amante de la ciencia ficción y un manitas cacharreando.
--Mira --dijo al cabo de un rato--. Estos son los detonadores para volar los dos accesos. Una vez estemos dentro, hay que accionarlos. Cuando las dos bocas estén selladas, estaremos seguros.
--¿Y por dónde accederemos al exterior?
--Por la salida de emergencia. Los róvers y el quitanieves supongo que habrá que dejarlos fuera.
--Lo que no entiendo es para qué vamos a querer un quitanieves. Aquí en Anaga no nieva.
--Ahora. Pero cuando millones de toneladas de hollín procedentes de los incendios forestales de toda la Tierra, incluyendo el de este bosque, suban a la estratosfera, estaremos más de un año a oscuras, y va a hacer un frío que se nos van a congelar las pelotas.
El túnel, horadado en la roca, atraviesa el macizo de Anaga, un bloque predominantemente de roca basáltica de unos ocho millones de años de antigüedad. Une las dos vertientes, comunicando con Santa Cruz los caseríos de Taganana, situado en las medianías, y los demás, más pequeños, repartidos por la costa.
--Tenemos un problema --anunció Juan al poco--: esto parece terminado, sí, pero no hay suministros.
--No jodas.
--Hay que traer gasolina para los generadores; cuanta más, mejor; comida, agua, medicinas...
--Mierda.
--La buena noticia es que podremos aprovechar el caos para gumiar lo que queramos.
--Sí, ya lo he hecho.
Antes de irse decidieron inspeccionar el pueblo. No había nadie. Todos se habían ido.
--¿Por qué no se habrán quedado --dijo Andrés--, teniendo el refugio aquí mismo?
--Pues por lo que acabamos de hablar: está desabastecido. Para ellos es más fácil seguir a la manada al Teide que molestarse en equipar esto. Eso es lo que nos va a salvar a nosotros. A riesgo de parecer egoísta, diré que es una suerte que todos hayan pasado de este túnel.
--Sí. Tenemos que hacer acopio de todo lo que nos haga falta y traer a los viejitos sin llamar la atención, moviéndonos por carreteras secundarias.
Fue a la vuelta, ya casi de noche, cuando encontraron a Julia. Un coche en la carretera, en Tejina, cerca de la residencia. Una mujer pedía ayuda. Cauelosos, detuvieron la moto a unos metros y gritaron:
--¿Qué te ocurre?
--Necesito ayuda. Soy parapléjica y tengo la silla en el maletero. Normalmente pido ayuda a los transeúntes para que me la saquen y me la coloquen junto a la puerta.
--¿Y por qué quieres abandonar el coche aquí?
--Vivo aquí --respondió señalando a una casa.
--Vives aquí --era Juan quien hablaba con ella--. ¿No sabes que aquí no sobrevivirá nadie? ¿Por qué no te vas a los refugios?
--¿A Las Cañadas? Y una mierda me meto yo allá arriba.
Juan y Andrés se miraron.
--Además, ¿pa qué coño voy a salvarme? En mi estado solo sería una carga para los demás.
--Está bien, te ayudaremos --dijo Juan en cuanto los dos se cercioraron de que no había nadie más en los alrededores.
--¿Y a dónde vais vosotros dos?
--No te importa --dijo Juan sacando la silla del maletero.
--Está bien, está bien.
--Una cosa-- quiso saber Andrés--: ¿cómo una mujer sola y parapléjica se fía de dos desconocidos con los tiempos que corren?
--Ah --respondió con toda naturalidad mientras se dejaba caer en la silla-- porque voy armada.
--¡Coño! --grito Juan dando uin respingo. ¡Es un G36E.
El fusil apareció como de la nada.
--¡Mierda! --dijo Andrés.
--Tranquilos, no voy a disparar. Es solo para defenderme. En los tiempos que corren --añadió guiñándole un ojo a Andrés.
--Sabes que si disparas eso desde la silla vas a salir volada p'allá --dijo Juan.
--También tengo una pistola.
--¿Y de dónde coño has sacado todo eso?
--Ah, se lo he birlado a mi antigua empresa. Era militar.
--¿Militar? --dijo Juan, incrédulo. Una chica tan bajita... no tenía aspecto...
--Esto --dijo ella señalando sus piernas-- no me lo hice tirándome de cabeza a una piscina. Fue en Afganistán, en el once.
--Joder --respondió Andrés admirado--. ¿Y tú sola te has mangado ese fusil?
--Miren en el asiento de atrás.
--La leche --dijo Juan tras comprobar que llevaba todo un arsenal.
--Hey, pero ni se les ocurra tocarlo --dijo alzando el cañón del fusil--. Y tú --añadió dirigiéndose a Andrés--, no me mires tanto, que te vas a quedar vizco. No me van los tíos, por si te interesa saberlo.
--¿Qué?... Yo...
--Mejor que lo sepas ahora que nos acabamos de conocer.

--Es una mierda que no te vayan los tíos. Para una vez que me enamoro de una tía legal... Chicos, dejen la búsqueda. No tiene sentido... Vuelvan al refugio. Fue un error por mi parte alejarme tanto. Esto es un infierno. Tal vez dentro de un año brille de nuevo el sol, y el bosque vuelva a reverdecer... El mundo aún no está listo, es hostil... vuelvan al refugio. Que los demás no los pierdan a ustedes también... Y díganle a mi padre que lo quiero... y el próximo año, cuando empiecen a sembrar la tierra bajo el nuevo sol, acuérdense de mí\dots
--¿Pero qué coño paridas estás diciendo? --bramó Julia por el altavoz--. ¿Es que no ves que te estoy picando las luces, gilipollas?
--¡Joder! --gritó.
Tenía la cara enterrada y por eso no había visto las luces. Pero allí estaba el róver, casi encima suyo.
Una persona enfundada en un traje saltó a tierra y se dirigió a él. Era Juan.
--Ya estamos aquí, amigo.
--Justo a tiempo. No saben cuánto me alegro de verlos.
Al fin se quita el casco. Se encuentra tumbado en el asiento trasero, a salvo aunque con un dolor espantoso en la pierna.
--Ahora tardaremos en llegar, pero no hay problema --dijo Julia.
Le cuesta un poco dar la vuelta, pero lo consigue. A mitad de camino se halla el segundo vehículo. Juan se apea y se pone a los mandos del otro róver, y los dos se ponen en marcha de nuevo. A las siete y media de la tarde, justo para la cena, entran pesadamente por el acceso lateral de la salida de incendios al confortable y seguro hogar, mientras los róvers se quedan fuera, cubiertos por sendas lonas protectoras. Hasta dentro de medio año no volverán a intentarlo de nuevo.
Su hogar...

El camión cisterna subía pesadamente por la carretera. La luz de la luna, filtrada a través del frondoso bosque, hacía juegos de luz y sombra en la superficie cilíndrica de la cisterna. Iban despacio y con las luces apagadas.
--Este es el último --dijo Juan.
--¿Seguro? --dijo Andrés--, ¿no sería mejor traer más?
--Tío, con esto llenamos los tanques. ¿Tú ves más tanques?, pues yo tampoco.
--¡Vale, vale!, no te sulfures, hombre... ¿Hace una birra? --dijo sacando una lata de una nevera de playa.
--¿No hay cocacola?
--Es verdad, que tú eres un friki integral.
--Calla\dots
Se sentaron en los merenderos situados a pocos metros de la entrada del túnel. Llevaban dos semanas subiendo suministros al refugio mientras Mónica y Ana se ocupaban de atender a los ancianos en la residencia, protegida ahora por Julia, que montaba guardia armada hasta los dientes.
--¿Sabes que hoy es Jueves Santo? --dijo Andrés.
--No, ni me acordaba. ¿Eres creyente?
--No, pero los Jueves Santos acostumbraba a escuchar la Pasión según San Mateo. Digamos que es una tradición autoimpuesta\dots
--¿Te gusta Bach?
--Pues sí... ¿y a quién no?
--Pues, chaval, ya somos dos.
--no jodas...
Se quedaron un buen rato en silencio. Solo se oían los sonidos del bosque. Los dos estaban un poco inquieto, con el oído aguzado en busca del ruido de algún motor. Temían que alguien los hubiera visto o hubiera decidido seguirlos. Pero no.
--Falta una semana --observó Juan.
--Sí.
--Se me hace raro que dentro de siete días, a estas horas, ya nada de esto exista.
--¿Y sabes lo peor de todo?
--¿Qué?
--Que lo podríamos haber evitado.
--¿Cómo?
--Si el programa espacial no se hubiera estancado. Si después de las Apolo hubiéramos seguido yendo a la Luna, desarrollando bases allí, y de allí a Marte... y tal vez más allá... Seguro que dispondríamos de la tecnología adecuada para haberlo desviado. Creo que no fuimos conscientes de la importancia de seguir en el Espacio, y no solo por esto...
Descargaron el combustible y regresaron en la moto, dejando el camión metido dentro del túnel para que nadie lo viera. Ya lo sacarían y lo dejarían por ahí al día siguiente.
Dotar de suministros al refugio fue complicado, pero en tres semanas lo habían conseguido.
Fue un alivio volver a ver luz eléctrica cuando Juan puso en marcha el generador para probar que todo funcionaba.
Y por fin llegó el día. El martes 23 decidieron trasladar a los ancianos. Por suerte nadie les prestaba atención, y si alguno lo hacía, las armas de Julia eran un método disuasorio eficaz. Tampoco nadie dio con el refugio, ni pareció acordarse de él.
Andrés hubiera preferido esperar hasta el último momento para dinamitar los accesos, pero con cinco enfermos de Alzheimer aún capaces de caminar, no podían arriesgarse. La residencia siempre estaba cerrada con llave, y aún se acordaba de cuando tenía que cerrar la puerta de casa para que su padre no se escapara.
Además, estaba Frodo.
Primero dinamitaron la boca que daba hacia Taganana, antes de que los ancianos llegasen, así les ahorraban una explosión. Una vez estuvieron todos dentro, los colocaron en ese lado del túnel, opuesto a la otra entrada, y procedieron a sellarla también.
El miércoles 24 supuso una tensa espera, que mitigaron repasando una y otra vez las cajas de suministros, para distribuirlas en los almacenes. Habían cogido sobre todo latas de conserva (frutas, verduras, carnes, pescado, atún...), garrafas de agua, también vino, cerveza, whisky... Combustible, mucho combustible, y medicinas de todo tipo, desde objetos de botiquín, hasta los medicamentos específicos para las demencias. También habían subido del geriátrico camas articuladas con sus correspondientes colchones antiescaras, todos los objetos que se usaban en las sesiones de estimulación cognitiva, los instrumentos de la sala de fisioterapia...
Juan y Andrés transladaron sus respectivas bibliotecas particulares, un conjunto de volúmenes nada desdeñable, así como sus colecciones de música y películas, tanto en DVD como en discos duros. Tableros de ajedrez, juegos de naipes, así como sacos de pienso y tierra para Frodo. Pero además, Juan tuvo la idea de saquear todas las bibliotecas de la Universidad, para preservar el conocimiento, y toda la música de todos los tiempos, o al menos tanta como pudieron...
--¿De qué te ríes? --dijo Julia.
--Pues --respondió Andrés-- estoy pensando\dots
--¿Qué?
--Ocho viejitos con alzheimer, una auxiliar de geriatría, un friki de los ordenadores, una administrativa, una ex militar paralítica y un profesor de Filosofía de instituto. Si esto va a ser todo lo que quede de la Humanidad, guárdame un cachorro.
--Te olvidas de Frodo.
--¡Es verdad!, es casi humano.
--A lo mejor --dijo ella reflexiva-- es lo mejor de la Huanidad lo que va a sobrevivir entre estas paredes.
Y llegó el día. A las 20:41 GMT la faz de la Tierra sería transformada como no lo había sido desde sesenta y cinco millones de años atrás.
Excepto Ana, que lo había hecho antes, y los ancianos, todos habían salido por la puerta de emergencia para despedirse del mundo tal y como lo conocían.
Era una tarde hermosa, con un cielo azul cobalto en el que flotaban plácidamente unas nubes que reflejaban el rojo del atardecer.
--Miren este cielo --dijo Juan-- porque pasará mucho tiempo hasta que podamos ver otro cielo igual. Si es que lo vemos.
Lentamente todos fueron dándose la vuelta y entrando tras echar una última mirada. Juan fue el último. Cerró tras de sí.
Luego comprobaron que todos los sistemas funcionaran: generadores, electricidad, comunicaciones (había un sistema de antenas en el exterior aunque resguardado), filtros de aire... y se sentaron a esperar.
Andrés miró el reloj: las ocho y media. Habían podido sintonizar NASA TV vía satélite. era la única emisora que captaban. En la pantalla cambiaban alternativamente la imagen del punto de colisión visto desde la órbita geoestacionaria, y la de la superficie de Terminator enviada por la cámara del transpondedor.
20:40.
20:42. No sucedió nada. Por un instante un rayo de esperanza cruzó sus mentes.
20:42:51. Algo extraño se ve en el Pacífico. Extraño, sí, pero nada espectacular. La imagen muestra una pequeña bola incandescente en medio del azul y el blanco de las nubes.
«Ha pasado», pensó Andrés. «No me lo puedo creer»...
La imagen desapareció de pronto. Nasa TV había dejado de transmitir.
Durante varios minutos no sucedió nada, pero todos sabían que la colosal energía liberada en el impacto, generaría un terremoto a escala global, y estaban preparados.
Andrés aferró las manos de su padre, sentado en su silla de ruedas con la mirada extraviada, y le dijo: -no tengas miedo.
Su padre, aquel gran hombre que le enseñó tantas cosas, le procuró una infancia feliz y le proveyó de una educación.
Andrés lo abrazó mientras el suelo comenzaba a temblar. Todos los ancianos lloraban asustados, menos su padre, que había dejado de reconocerlo hacía año y medio, pero que ahora, de alguna manera, debía de sentir que alguien muy querido lo protegía. Andrés lo abrazaba con fuerza mientras rezaba para que no se les viniera encima el túnel.
Las sacudidas habían sido brutales. Los expertos habían calculado que serían quizá de trece grados, el máximo de la escala Richter. Pero por fin pasaron. Durante semanas hubo réplicas, pero pronto la tierra se calmó.
Ellos no lo vieron, pero miles de millones de fragmentos de la corteza terrestre, arrancados por el impacto, comenzaron a caer sobre todo el globo a las pocas horas, constituyéndose a su vez en pequeños meteoritos que estallaban como bombas nucleares, desatando el fuego allí donde explotaban. todos los bosques de la Tierra, desde la tundra a la selva tropical, ardieron a la vez de forma agresiva y descontrolada. También la laurisilva macaronésica, una reliquia de otra era geológica, desaparecía para ciempre de la faz del mundo, consumida por las llamas. Los sensores colocados por fuera del túnel registraron una temperatura máxima de 450 grados centígrados una semana después del impacto. Al mes atravesaron los cero grados, y tras una mínima de treinta y dos bajo cero, comenzó a subir, coincidiendo con las primeras lluvias torrenciales, que duraron tres semanas seguidas.
Trataron de imaginar cómo bajarían los abruptos barrancos de Anaga, sin dar abasto a tanto caudal.
Luego vino la ventisca, la nieve negra y sucia en pleno mes de agosto.
En todo ese tiempo habían tratado de contactar con los demás refugios por radio, sin éxito.
En febrero volverían a intentar salir.

Ahora, mientras se recupera de su pierna, la vida sigue.
Sigue...

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