jueves, 1 de marzo de 2012

Luces en el cielo

Ander contemplaba las últimas luces del día acodado en la barandilla. En el cielo brillaban ya las estrellas, mientras bajo el enorme tapiz amarillo de la capa nubosa, que se extendía hasta el infinito, fulguraba de cuando en cuando el destello de un relámpago.
No era un día real, por supuesto. En un mundo que gira tan lentamente, que un día dura doscientos veinticinco días terrestres, la ciudad, flotando a cincuenta kilómetros sobre la superficie del infierno, y arrastrada por los vientos a casi cuatrocientos kilómetros por hora, vivía un ciclo día-noche similar al de una latitud media de la Tierra. A esta altitud, la presión es de una atmósfera y la temperatura comparable a la de la superficie terrestre, por lo que su traje no era presurizado ni isotérmico. Tan solo lo protegía del medio ácido y el abundante dióxido de carbono que lo rodeaba, proporcionándole soporte vital para respirar. Como la gravedad en Venus es solo ligeramente inferior a la de la Tierra, se sentía casi como en casa.
Miró la sombra recortada contra el cielo de parte de uno de los enormes paneles solares de doble superficie captadora, que durante el día recogía tanto la abundante luz procedente del sol como la reflejada por las nubes. Se perfilaba contra un cielo en movimiento en el que pronto apareció un punto extraordinariamente luminoso, su planeta natal, el astro que un día alumbró a la Humanidad y al que un ilustre miembro de la misma se refirió, varios siglos atrás, como "un punto azul pálido".
Se acercaba el momento esperado, el inicio del proceso que cambiaría la faz del planeta para siempre. En ese instante todos los miembros de la ciudad flotante, que se mantenía gracias simplemente al aire de su interior, mucho menos denso que la atmósfera de CO2 en la que flotaba, se hallaban en la sala mirador, ante el enorme cristal panorámico. Todos menos él, que prefería la soledad del corredor exterior de mantenimiento.
De pronto aparecieron. Unas luces en el cielo, casi sobre el horizonte, anunciaban el principio de una nueva era, aquella en la que Venus sería un planeta habitable para el Hombre.
Muchas alternativas se habían discutido antes de dar vida al proyecto, desde la más burda, que consistiría en lanzar un enorme asteroide contra el planeta para despojarlo de su mortífera atmósfera, hasta la más sofisticada de introducir nanomáquinas que disociasen el carbono del oxígeno en las moléculas de CO2 y construyeran con este estructuras de nanotubos de carbono para hábitats espaciales a la vez que limpiaban la atmósfera y la llenaban de oxígeno, pero sin una gota de agua, lo que lo convertiría en una especie de Dune.
Se había optado por lo más inteligente. Esas luces en el cielo pertenecían a la entrada en la atmósfera de los primeros bloques de hielo de hidrógeno. Extraído de la atmósfera de Júpiter, licuado y "ensuciado" con hierro procedente del cinturón de asteroides, para luego ser congelado, había sido enviados en una órbita de colisión contra el planeta.
El hidrógeno reaccionaría con el dióxido de carbono para dar grafito y agua usando hierro como catalizador. El grafito se confinaría en carbonatos de sodio y magnesio, en un principio procedentes de las factorías de Mercurio.
Ninguno de los seres humanos habitantes de la colonia llegaría a verlo, pero un día, cuando la temperatura y la presión fuesen lo suficiente bajas, llovería. Habría charcas al principio, luego lagos y finalmente verdaderos océanos.
Volvió dentro. Cerró tras de sí la escotilla de la antecámara, accionó la bomba que eliminaba el dióxido de carbono por aire respirable y tras pasar por la ducha para eliminar el ácido sulfúrico del traje, se lo quitó y bajó a la ciudad. Se dirigió por los corredores, ahora vacíos, a su apartamento. Esa noche se durmió con la imagen de un Venus verdeazulado en sus retinas. Un Venus que no verían ni los nietos de los hijos de los escasos colonos, pero cuya primera piedra estaban colocando aquella noche.

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